Cacho, el amigo de mi padre.
Solo le conocí un amigo a mi viejo: el Cacho Piña.
Aunque cada uno tuviera sus propios padres, eran como hermanos, hijos del mismo barrio, ahí, entre La Curva de Maroñas y Villa Española.
Si hasta compartían apodo, eran los dos "Cachos".
Se llevaban menos de un año de diferencia, Piña era de febrero y mi viejo de julio.
Pasaron su juventud entre los bailes del Rowing, La Quinta de Galicia y El Éuskaro.
Apuesto lo que sea que hasta planificaron la llegada de sus hijos, yo nací en junio del 85 y Fernando (por Morena, pero creció como danubiano) en diciembre de ese mismo año, casi la misma diferencia que ellos pero al revés.
Imagino que habrán soñado que Fernando y yo seríamos tan amigos como ellos, pero no pasó.
Cacho (Aníbal, para que sepamos su nombre) se acordaba de todos los cumpleaños e iba siempre a casa a saludarnos. Y no solo recordaba los nuestros, también los de mis abuelos maternos.
Cuando mis viejos se separaron, él seguía llamando en cada cumpleaños mío, de mi hermana y hasta de mi madre, "la ex" de su amigo.
Un día el amigo de mi padre se enfermó.
Piña murió hace unos años y nunca vi a mi padre tan triste como esa vez.
Había perdido a un hermano, cuando en los papeles eso no debería pasar sino hasta dentro de muchos años.
Hoy yo tengo mis amigos y mi amigo-hermano, con el que no compartí bailes como ellos pero sí otras aventuras.
Sin embargo la amistad de mi viejo y el Cacho me genera admiración, porque creo que ellos mismos sabían que ninguno de sus otros amigos eran amigos de verdad.
Entendían que no había otra amistad mejor que esa, no había nada que la superara.
Seguro que eso, inconscientemente me llevó a tener pocos amigos, muy pocos, amigos de verdad.
Y nada me enorgullece más que tratar de seguir el legado que mi padre y su único amigo me heredaron.
@nicomega - 21/07/2020
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